Por Fray Gerundio
de Tormes
Cuando no cabía duda alguna sobre la misión del
Vicario de Cristo para confirmar a sus hermanos en la fe, estaban bien patentes
los principios básicos del catolicismo. Principios generales que no se
conculcaban ante la consideración de situaciones especiales o casos
particulares. No era necesario publicar una encíclica con notas a pie de página
que desmontara la ley general.
No hacía falta difundir cartitas exegéticas a
sumisos obispos amiguetes, que pasaran luego a las Actae Apostolicae Sedis, con
carácter magisterial (por supuesto). No era necesario un Dictador que hiciera
de las doctrinas de Nuestro Señor una especie de cortijo privado. No cabía esta
figura en el escenario. Y si aparecía alguna, se le mandaba al paro ipso facto.
Una de las abundantes percepciones inmediatas del
católico, fue siempre el carácter sagrado de las vestiduras sacerdotales y litúrgicas.
No por sí mismas, claro está. Por su significado simbólico y por lo que
representan. Las vestiduras se llamaban en aquellos tiempos vestiduras
sagradas. Cada una de ellas tenía su sentido explicativo, su significado, su
valor y su oración propia. Antes de ser utilizadas, eran bendecidas ya que iban
a servir en los oficios litúrgicos.
Efectivamente, eran vestiduras sagradas. El
sacerdote revestido con sus ornamentos para la Misa, el Obispo con su mitra o
su báculo, el Papa con su tiara, el anillo del pescador o sus hábitos
pontificales. Todo tenía un sentido sacro, hasta que llegaron los tiempos de la
vulgaridad y la blasfemia. Y es que si se niega lo sacro, se pasa
inmediatamente a lo zafio, lo grosero y tosco, para llegar irremisiblemente a
lo blasfemo.
En mis tiempos maduros -inmediatamente después del
Vaticano II-, asistí a esta desacralización de las vestiduras sagradas, que se
presentaba con aires de pobreza, sencillez y espontaneidad. Con todo ello se
perdió la dignidad sacerdotal. Como se ha perdido hoy la dignidad del Papado en
manos del Gran Vulgarizador, que va delante de las ovejas para que imiten la
mediocridad macarra. Desde los primeros días en que hizo mofa de las puntillas
o los encajes, hasta la fecha.
Esta semana ha sido noticia en los medios religiosos
la celebración en Nueva York de la Met Gala 2018, con el apasionante tema de La
moda y la imaginación católica –o algo así-. Personajes de descomunal talla
atea y pervertida, amiguetas de todo lo anticatólico, han recorrido la alfombra
rojadescreída, revestidas con ropajes pseudo-sacerdotales, alas angelicales y
coronas semejando las de la Santísima Virgen.
Algún fraile picarón me decía que
ver a Madonna con corona de virgen es un monumento al principio de
contradicción.
No me ha extrañado en absoluto que esta gente haya
hecho alarde de su progresía y de su descarada insolencia con las cosas de
Dios. Es tan ridículo como
estrafalario y grotesco.
Lo que sí manifiesta el nivel actual del Vaticano
Bergogliano es que algunas de estas vestiduras son auténticas, prestadas al
efecto por el propio Vaticano.
Tiaras de Papas, capas pluviales y otros
aditamentos guardados en los Museos Vaticanos cuidadosamente prestados a esta
Afrenta Sonrojante, supongo que sin interés crematístico. ¡Ah! Y con el coro de
la capilla Sixtina entonando laudes al paso de las virginales modelos. Entre
ellas, una de las que hace poco visitó a Bergoglio, suscitando ya entonces el
escándalo del mundo católico.
Esta es la Iglesia pobre para los pobres de Francisco
que se viste de luces, y sintoniza con el mundo perverso de Holywood, cobra
algunos sustanciosos dolaretes por el préstamo de los ropajes pontificios y
manda al cardenal Dolan, -Payaso oficial de todo evento neoyorkino-, para que
gaste bromitas con las mitras de las féminas, como si fueran de la Orden de las
Consolatas Hijas de María.
Es verdad que Bergoglio se ha propuesto reformar la
Curia desde el inicio de su engañosa y pre-pactada elección. Lo mismo se lleva
a la Rihanna ésta de Presidenta del Dicasterio para la Blasfemia y la
Homosexualidad. Me dicen que internet se ha poblado de lo que los jóvenes
llaman memes, con la tipa de Papisa.
La profanación y mofa tiene su larga historia y no la
han inventado estos pobres diablos. Tanto la que hacen hoy éstos
blasfemos-ricachones-impenitentes bendecidos por el Vaticano, como las que
exhibían algunos lustros atrás los asesinos de miles de sacerdotes en España.
Todo acaba en blasfemia. Y después, lo que venga.
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